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Ana Igareta

Mi hermano Sebastián y yo salimos tempranísimo de Buenos Aires. Mate en mano, música diversa y el Uno cargadísimo para una semanita de vacaciones. Llegamos a Mercedes a eso de las 6 de la tarde, con un cielo azul perfecto.  Los últimos ciento y pico de kilómetros de ripio los hicimos despacito, disfrutando del paisaje a la caída de la tarde –y del aguante del viejo Fiat que se ganó entonces el buen nombre de Atila por su impecable performance-. A eso de las siete y pico el sol empezó a ponerse y entonces el paisaje estalló en rojo y violeta. Paramos. No nos alcanzaban los ojos para mirar el despliegue de flamencos, pelícanos, garzas, patos, lechuzas … Y de repente una pequeña familia de carpinchos cruzó el camino, confiados como quien cruza por el patio de su casa. Nos quedamos ahí hasta que se hizo de noche, festejando en silencio la suerte de haber llegado a Esteros del Iberá.