Uno, un simple escriba de la nación, ha sabido ser feliz algunas varias veces, gracias a los hados, entretenidos en fruslerías trascendentes. Lo ha hecho en un gesto, en una manera, en un lapsus, en un interregno, en la sorpresa, en una ráfaga y en un cierto estilo. Entonces, ¿la felicidad es un sitio, un momento, un impromtu, una revolución, una subidisimarse, un brote, una absenta, una persona? Tal vez sea todo eso, y quizá no. Ahí en la playa, ese instante, con mis ojotas viejas, el agua tibia, la compañía mejor de mi negra amada que obturó la posteridad, el mar de los siete colores de fondo, no sé. Pues, entonces, digo, creo, presumo, yo fui feliz ese día, ayer nomás, como trataré de serlo en cualquier momento de nuevo. Ahorita. Luego. Mañana. Ergo, tal tozuda persistencia con el agite de la felicidad, mis amigos: cerca del atrio, del mármol, de la corona de laurel, de la máquina de rayos, del vaso de cicuta, del fogonazo de la gloria y de la corona de espinas sólo nos queda reírnos de todo. Reírnos de la muerte y reírnos de la vida. Reírnos de nosotros mismos y de Usted también. Reírnos como si la cosa, en el fondo, no fuera tan con nosotros.
Isla de San Andrés, Colombia, 20 de enero de 2014.