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día feliz

Guido Ignatti

Nuestro día feliz no fue exactamente un día feliz, pero fue el comienzo de una vida feliz –si, existe tal cosa-. Un día feliz es algo simple, está claro, pero también es cierto que uno no siempre se da cuenta hasta que lo ve con cierta distancia. Cuando se lo dice a otro. Elegimos entonces ese siete de abril de 2010, el día que nos conocimos y comenzamos a amarnos. Hace poco le contamos la anécdota a la maravillosa Mariana Enríquez que andaba buscando historias de amor para la revista Estrella. Aprovechamos ahora para agradecerle a ella y a Julián Gorodischer, editor de la revista, por esa tarde que pasamos juntos en casa, felices también, comiendo budín de banana, y por la felicidad que nos dio después, a nosotros ver nuestra historia en letra de imprenta.
 
Hizo falta una chica borracha. Sin Mariela, recién llegada de México, encendida, dando un portazo, yéndose a bailar, a lo mejor Guido y Marcelo no se enamoraban aquella noche. Pero ella, por intuición o descuido, anunció que los dejaba solos. Y se llevó las llaves. Todas las llaves. Cuenta Guido: «Yo estaba recién separado y vivía con Mariela en una casa antigua, muy linda. Habíamos terminado ahí después de cenar con amigos. Se fueron yendo de a uno. Ella se fue última. Y nos dejó encerrados». Guido tiene una de esas cabezas tan hermosas que no necesitan pelo y la palabra «sucede» tatuada en el interior de su brazo derecho. Marcelo tiene un mechón rebelde que le tapa los ojos, los jeans le quedan grandes y es altísimo y super guapo, como un modelo retirado que ya no necesita noche ni histeria.  
Trataron de encontrar a Mariela, en un primer momento. Pero ella no tenía teléfono. Encontraron a su amiga. «No se preocupen», les dijo. «Se fue con un tipo, pero tomé el número de patente». Ahí se dieron cuenta: la noche iba a ser larga. Y no podían salir. Tres puertas los separaban de la calle. Era muy caro llamar a un cerrajero, con tantas puertas, dicen. Pero es difícil creerles. Era una noche de abril, ya se habían gustado, ya se habían besado. «Me puse un poco paranoico», dice Guido. «Era mi casa. Pensé, si este pibe no piensa bien, si no le pone onda, puede creer que soy un loquito que lo encerró.»
Marcelo pensó bien. «Tenemos buen sexo», dice, como explicación sonriente. Es fácil imaginarlos en la casa vacía, la noche entera de sexo y charla, sin dormir casi, mezcla de risa y nervios, obligados a conocerse.
El único, verdadero problema del encierro, que terminó al día siguiente y a las cuatro de la tarde, cuando la Amiga disfrazada de Providencia volvió, fueron los chicos. Es que Marcelo tiene dos hijos, Violeta y Belisario. Y, con sus chicos, hacía apenas tres meses que estaba en Buenos Aires: se había mudado desde Resistencia, Chaco, para --dice, con pasmosa tranquilidad-- «reescribir mi vida». Y los chicos habían quedado solos en el departamento nuevo, en una ciudad desconocida, una ciudad que nada tiene de calma provinciana. Marcelo los llamó. Les explicó que estaba encerrado, les pidió que se hicieran el desayuno, que fueran a la escuela, que lo llamaran, que se quedaran tranquilos. Guido, mientras tanto, se enamoraba como un loco.
Guido fue el primero en llamar después de la noche y el sexo y el encierro y las risas («lo busqueteé mucho») pero Marcelo estaba en su segunda venida, necesitaba aire alrededor. No era su primera vez en Buenos Aires: de aquellos años de adolescencia urbana conserva recuerdos de Morocco y el Dorado, una calavera tatuada --su último tatuaje--, los escalofríos de cuando la muerte y placer se parecen tanto. «Fueron años de agite y requerí volver al Chaco. En ese periodo aparecieron los chicos». Papá soltero --siempre fue el responsable de sus hijos y los crió solo--, Marcelo quiso que Belisario y Violeta crecieran en la provincia. Cuando creyó que era el momento de cambiar de vida y de trabajo-- se mudó. En ese momento de reconocimiento del terreno no estaba listo para un enamorado. «Guido se quería casar de un día para el otro. Estaba celoso Me llamaba a las 5 de la mañana. Era un hinchapelota. Y para mi era raro porque la verdad era que me interesaba, ¡pero no tan pronto!»
Guido persistió («creo que estaba un poco obsesionado») y ganó. «Guido cree en el amor, cree en la fidelidad, cree en contigo para siempre», dice Marcelo, con cierta sorpresa (Marcelo tiene 39, Guido 31). «Es muy ordenador de la vida, yo soy muy dionisíaco. La combinación es genial. Es muy lindo convivir con él. Comemos rico. Desayunar, leer los diarios, escuchar música, estar tirado. Todo es hermoso". Hace un año y medio que viven  juntos en otra casa antigua que tiene tiburones saliendo de las paredes y un Sr. Burns hecho de papel metalizado y budín de banana y un gato que se llama Rosendo y se mete entre las piernas de Belisario cuando el niño juega su FIFA. A Guido los chicos le dicen Guido. Papá es papá, mamá es Ana -- cuando se pelean con Marcelo, el que intercede es Guido-- y hay muchísimas abuelas y abuelos. «Cuando armás una familia diferente te da miedo, porque no sabés qué estás construyendo, a qué te estás enfrentando. Pero cuando vivís una vida honesta y cierta en el afecto y el cariño, no hay error», dice Marcelo. Y después lo piensa mejor. «La verdad es que todo funciona porque nuestras madres se adoran. Eso es esencial. Si hay dos abuelas, hay familia».
 
Mariana Enríquez
Publicado en revista Estrella de La Argentina, enero 2013