La felicidad es la silueta de mi madre bajando la escalera tres días antes de morir, la felicidad es nada más y suficiente una escalera que puedo transitar yo, que tengo apenas cinco años y dos piernas y también estos ojos que ven a mi madre descendiendo esa vieja escalera de pórtland delante de mí. La pollera de mi madre flota, se desvanece en el aire, juega para que yo la vea, baila, es amplia aunque el tiempo no alcance y el eco de cada pie al rozar los escalones me repercuta entre las sienes. Sí, la felicidad es una escalera larga, muy larga con una madre que va y viene dejándose llevar por un aire que ya se sacude en la terraza y nos abraza a las dos en este descender hacia ninguna parte porque el patio, allá abajo, es únicamente ese sitio donde tres días después mamá ya no estará. Nadie puede sacarme de la cabeza que las escaleras deberían ser circulares, deberían imitar el remolino de las galaxias o el zarandeo de una cuchara dentro de la copa de leche, me dejo llevar por su recta y empinada arquitectura siempre detrás de mamá o una pollera desenredándose en el aire que promete ser viento de un instante a otro. Faltan tres días, sólo tres días para que la felicidad deje de estar viva y se convierta de una vez por todas en una triste palabra. Después la escribiré con mi lapicera de pluma cucharita, en la escuela, sentada en el pupitre de madera, cuando mamá no esté, cuando el patio se deforme y pierda sus contornos y la escalera se olvide del vaivén de polleras, deslizamientos, pasos y de la engullida felicidad.