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Rafael Spregelburd

Gol
Rafael Spregelburd
 
Vivimos prisioneros del significado.
Jamás en mi vida toqué una pelota. Mucho menos con los pies. En la escuela –vaya uno a saber por qué– el fútbol estaba prohibido. Había que jugar handball, una cosa incomprensible, como las Actividades Prácticas, donde se hacían posapavas de chala de choclo trenzada. La única vez que el profesor de gimnasia nos dejó jugar al fútbol, me fracturé un dedo del pie contra el pie de otro jugador que tenía la misma idea que yo pero en dirección opuesta. Me salvé un trimestre entero de gimnasia con los dedos entablillados. El profesor –culposo– me repitió la nota del trimestre anterior. Se llamaba Berecoechea. Yo era un inútil, pero faltaba poco, no peleaba con nadie, tenía 10 en todas las demás materias, y el pobre me tenía en buen concepto. A los dos meses se murió. Sin que nadie pudiera explicar de qué. Ese fue todo mi paso por el fútbol.
La tierna infancia tampoco había sido muy generosa en estímulos futbolísticos. Mis primos me insistían de vez en cuando, pero yo me iba hacia un costado de la cancha cuando me gritaban: “¡Salíle!”, y el pudor pudo más que la curiosidad. Me interesaban mucho más los libros, los mapas inventados, las hormigas negras, y las ruinas de las casas demolidas en la Avenida Perito Moreno, que ahora es una autopista pero que entonces era el potrero peligroso y fascinante donde investigar con mis amigos de Villa Luro la intimidad de las casas abandonadas cuando van a ser sacrificadas a las topadoras. Lo que más encontrábamos eran blisters de medicamentos vencidos. ¿Por qué?
Todo era infinitamente más interesante que pegarle a una pelota. Si mi padre decidía que un fin de semana debía llevarnos a mi hermana y a mí a la cancha, yo no miraba el partido, sino las hamburguesas, las recientemente inventadas pantallas electrónicas con publicidad, y –sobre todo– el reloj. El reloj que me indicaba la hora feliz de salir de ese mar de gente atolondrada.
 
Veinticinco años después, a los cuarenta, decido que hay que vivir tantas vidas como sea posible. Bah, no decido nada, la verdad es que unos autores alemanes conocen mi trabajo como dramaturgo, y me piden que les organice un equipo de fútbol de autores argentinos para jugar un desafío en la Feria del Libro de Frankfurt. Cuando se lo cuento a Javier Daulte, me pregunta asombrado: “¿Y por qué no dijiste que no?”. Tiene razón. No tengo idea de cómo acepté. ¿Fue por caballerosidad, fue para no defraudar a estos alemanes a los que ni conozco? Yo de fútbol no sé nada. No me interesa. No podría ayudar. ¿O sí? Daulte ha acuñado, además, una de las mejores frases sobre fútbol que un dramaturgo pueda soñar: “El fútbol es –de entre las cosas menos importantes del mundo– una de las más importantes”.
A los dos meses, he corrido la bola entre algunos amigos autores, algunos periodistas, algunos editores y poetas. El equipo entrena locamente. Lo abandonan todo por estos partidos amistosos que casi siempre terminan en lesiones, insultos y amenazas pasajeras. Los alemanes me dicen que debo jugar aunque sea quince minutos. Y que no me preocupe. Que es un juego. Todo el mundo repite: no te preocupes, es un juego. Yo pienso en mis dedos fracturados, en Berecoechea muerto, pero decido –terco– que el destino lo hace uno y no la Parca. Así que durante una gira en Berlín entro en Karstadt Sport y me compro toda la ropa que –supongo– necesita un futbolista. Miro los estantes. Busco en las fotos de Messi cada uno de los ítems que puedan ser necesarios. Botines. Canilleras. Pantaloncitos de un largo indefinido. Unas medias larguísimas que no tienen pie y cuyo uso sigo desconociendo. Camiseta. No reconozco los equipos y elijo por los colores. Luego me dirán que elegí la del referí. Pero sigo adelante. Camiseta de arquero con coderas. Guantes de arquero. Rodilleras de arquero. Sospecho que seré el arquero. Suplente. Me aparezco un día con toda la ropita puesta. Mis amigos me dejan jugar, tal vez por el atuendo o tal vez porque soy un buen organizador de lo improbable y he conseguido sponsors, canchas, adeptos. Tienen que explicarme todo, todo lo que omití preguntar cuando era un chico. No me refiero sólo a la ley del orsay (que, en tanto ley, aprendo sin mayores problemas), sino –sobre todo– a las posiciones de cada jugador, a las circunstancias en las que el arquero no puede tocar la pelota con las manos, a los motivos por los cuales un partido sin referí puede parecerse a una improvisación sin espectadores. Pregunto como un chico. Me siento un chico. Me tratan como a un chico. Cavo un túnel escabroso que me lleva de golpe a una infancia que no tuve, porque no quise, o porque no sé. Si empiezo todo de nuevo, me digo, existe la posibilidad de vivir toda la vida otra vez y de otra forma. De reparar los errores. De no tener cuarenta años, sino los que yo quiera. Pero el fútbol por sí solo no tiene la magia suficiente para lograr ese milagro.
Me entreno atajando. Caigo una y mil veces. La función del arquero depende mucho del azar. Así que a veces atajo, y a veces no. Liquidado ese punto, no hay mucho más secreto que deba aprender. Pero ocurre que ya tenemos otro arquero. Un arquero de mi porte puede ser un peligro. Así que nuestro DT y mis amigos prefieren ponerme a jugar en cualquier otra posición. Es muy interesante escucharlos discutir sobre dónde puedo causarle menos daños al equipo. En fin. Soy el 9. Espero cerca del arco enemigo, me ocupo de no quedar en orsay, y de no desgarrarme. Y ya está. Mi función es esperar un milagro: que alguien deje caer la pelota cerca para patearla al arco. Nadie espera siquiera que cabecee. Mi otra función es “molestar” a los otros. Los corro de un lado al otro. El término técnico para lo que yo hago es “molestar”. Me lleva varios partidos, pero luego entiendo que me lo dicen sin ironía. Molestar es lo mío.
Como 9 resulto un fiasco. Le pongo toda la garra. Pero claro, mis compañeros no me van a pasar nunca la pelota justo en esa posición. Es arriesgarse a perder un golazo. Y en el fútbol (yo no lo sabía) el gol es objeto de culto. El gol es un ícono sacro, un objeto alfa. Estoy a punto de descubrirlo.
El DT decide ponerme en posiciones de más fricción para ver si por lo menos le pego a alguien. Me prueban de 3. Yo no soy zurdo, pero nuestro zurdo Bonet está desgarrado, y como tengo idéntica inhabilidad con ambas piernas, entonces por qué no. Juego de 3. El Chino Kühn, desde el arco, me grita lo que debo hacer. Mi posición es más comprometida. Tengo que correr, porque el equipo enemigo nota rápidamente que abajo a la izquierda hay un colador. Pero no me tiro atrás. Es un juego, gritan miles de voces alrededor, miles de voces que existen desde antes, incluso mucho antes de que Berecoechea pasara al más allá.
 
Fue el martes 8 de junio de 2010. Se hace la repartija de equipos. Las cuentas no cierran, y uno de los equipos (el mío) quedaría con 12 jugadores. El equipo contrario, constituido básicamente por bestias analfabetas, jamás se tomaría el trabajo de contarnos para notar la ventajita. La ventajita sería más o menos así: Spregelburd y Barberini jugarían ambos de 3. Ninguno de los dos es zurdo más que en cierto campo ideológico. Así que la ventaja no sería realmente tal. Pero es esta libertad de turnarnos en nuestra posición la que permitiría la jugada más memorable de la jornada. No tenemos foto. Lo veo a Barberini bien plantado atrás y avanzo como el perro de Pavlov hacia mi otrora cómoda locación de 9. Cappa juega para los “otros” y viene a marcarme, pero cuando ve que soy yo se dice: “Ah, es Rafa.” Y sigue de largo. Entonces ocurre un rebote insólito hacia fuera del área. Un rebote enemigo, porque recuerden que mis colegas jamás me pasan la pelota.
Lo que sigue es una historia que no por previsible deja de tener cierta magia. La pelota viene hacia mí. Tengo un milisegundo para pensarlo. Hay mucha gente mía alrededor. Pero soy débil en los pases. Soy débil en la puntería. Soy débil en cualquier posición de esta cancha funesta. Así que no me importa nada. Miro el arco. Es un objeto remoto. ¿Y qué? Pateo. Pateo como un chico. Pateo con un efecto diabólico, irrepetible, vengativo. Y el tiempo se detiene. Son cinco interminables minutos. Un viento helado, de junio, barre la cancha. Mis compañeros se detienen. Mis enemigos circunstanciales se detienen. El aliento se corta contra el viento escarchado. Los bocinazos cesan. Todos elevan los ojos al cielo, porque nadie sabe dónde está la pelota. El mundo se detiene. Yo me detengo. El balón baja de su periplo tocado de la mano de Cronos. Y se desliza entre esa parte del cuerpo que está después de las uñas de Piro y el travesaño del arco. Un lugar sin nombre en este mundo de signos. Nadie me había dado esa pelota. Nadie me sugirió que probara al arco. Piro –incluso– intentó en vano atajarla. Tengo 40 años y convierto mi primer gol con un estilo exquisito. Estoy seguro de lo que pasará luego. Mi padre, hincha de Rosario Central, mi padre muerto repentinamente hace muchos años, se levantará por fin de entre las sombras y vendrá a abrazarme. A abrazarme como se abrazan un padre con un hijo. Berecoechea saldrá también de entre las sombras y gritará mi nombre. Los amigos de la infancia se detendrán, estén donde estén, atravesados por una desconocida certidumbre. La autopista sobre la Avenida Perito Moreno se fundirá como chocolate. Los muertos que son la sombra de un recuerdo se bañarán en la luz que mi gol regala.
Nadie podía predecir este gol que nos daría la victoria. Así que ambos equipos lo festejan por igual. Soy el centro de un tirabuzón de abrazos y alegrías. Cuando el nudo se desata, busco a los muertos revividos en el césped amarillo de la cancha.
No están allí.
Un gol es una ilusión. Ahora lo entiendo.
Un gol no produce nada de lo que he descripto. Un gol no tiene significado. Un gol es la cosa, y no el significado de otras cosas.
Pero tu primer gol te hace creer que pasará. Que pasará todo esto.
Y el segundo, y el tercero, y el último sólo le dan sentido a un juego. Es un juego. Un juego que –como el buen teatro– burla la muerte.
Ahora –supongo– juego al fútbol.
Juego muy mal.
Pero el nudo ya está atado.
Tengo nuevos amigos. Tengo botines. Y unas medias larguísimas. Y unas vendas que me regaló Losantos. Por si me fracturo otra vez los frágiles dedos de estos pies.