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Olga Viglieca

Rosario, 2009 Tomá la calle que ahora está asfaltada, le dije, con voz de nada. Y Pato dobló, entrando en el Volkswagen a mi infancia. No hay cuneta ni calas y si lloviera, no habría burbujas en el agua turbia porque no hay agua turbia. Errores del asfalto. Pero apenas doblamos veo la casa azul. La enorme hermosa casa azul. Y el paraíso adelante y sus raíces que rompen la vereda y la cancel oxidada y la llave de paso y su charquito. Medio siglo goteando en una esquina: allí, cuando mis ojos eran capaces de verlos, yo hablaba con los duendes que viven en el moho. Este es el territorio de la infancia. Acá fue. Dentro del auto, Pato es un ancla que me anima a hacer. Allí estuve. Fui la nena de rulos y rodillas paspadas que dibujaba en la mesita de mimbre. En ese banco-alféizar, cuando no había clientes en el almacén, mi abuela me contó los cuentos que todavía me cuento para darme coraje. En ese banco salté de alegría con las bengalas de año nuevo. Ahí escuché cantar a las ranas y a los sapos y les hice coro. Aplastada para que no me vieran, atrapé a los bichitos de luz las noches de verano y espié a los gitanos que se robaban niños rubios a la siesta. Pero no a mí. El brutal olor de la infancia. El paraíso que perfumaba la cuadra, las manos impregnadas de nicotina de mi padre, el agua de colonia de mi abuela. Esas flores blanco-lilas, chiquitas, que vencían al humo de los asados y a los hornos de la fundición de la esquina. Victoriosas. Cuando caían al suelo, para que no murieran, las guardaba en los bolsillos y en la almohada: talismán y estandarte. Ramitos semipútridos para conjurar sombras. La casa azul. “Nada nada queda en la casa natal”, cantaba mi viejo cuando era 20 años menor que yo ahora, antes de que la muerte se los tragara, a él y a todos. “Sólo telarañas que teje el yuyal...”. No voy a tocar el timbre, no voy a hablar con los sobrevivientes. El paraíso fue lo único que abracé cuando dejé Rosario, fusionando a los vivos con los muertos para poder huir. Treinta años después, su perfume me abraza y me orienta a la salida. En el auto, la amada, es un radiante espejo. Celebración de la vida. Que está viva.