Inclinaba la cabeza y se dilataba. Al alzarla y dar la luz de lleno sobre ella, se contraía. Repetí el proceso, más rápido, más lentamente, para notar los modos del cambio. Y así unas cuantas veces, tratando de develar si estaba en lo cierto, si ese movimiento existía, si era consecuencia de cómo daba la luz daba sobre ella.
No entendía del todo el funcionamiento, pero noté que ocultaba un misterio, algo que me intranquilizaba, que me inundaba de curiosidad. Dejé de lado el negro y centré mi atención sobre el color, que más que nunca me parecía desparejo. Noté que estaba compuesto por pequeñas hebras de distintas tonalidades de miel y marrón. Focalicé en ellas, en su textura, siguiendo el movimiento… y entonces lo advertí. Entre ellas, en el minúsculo espacio que se abría entre los filamentos del iris, descubrí que se desplegaba un oscurísimo vacío. El negro se convirtió inmediatamente en ausencia. Salí corriendo, exaltada, a contárselo a mi papá, que me dio la explicación correspondiente con una sonrisa repleta de ternura.
Ese día, en el que a mis 7 u 8 años descubrí que “lo negro del ojo” es un micro-abismo, me marcó para siempre. Cada vez que ese recuerdo se revela ante mí, unas maripositas salen volando desde mi estómago, me llenan de niñez, me hacen feliz como si recién estuviera descubriendo el mundo.