Gringo La felicidad del Gringo es perfecta: es instantánea y es para siempre. No puede explicar por qué es feliz, sólo estirar al máximo las comisuras y mostrar sus dientes –dos abajo, uno arriba- mientras la piel blanquísima de los cachetes, una piel que no conoce ningún verano, se tensa hacia los costados. Mientras sonríe con todos sus dientes, el Gringo agita una botella de plástico con tapa a rosca que dice gatorade y que tiene un poco de agua adentro. Me sonríe mientras agita su botella y en ese momento, me atrevo a discutirle a quien sea, no existe en el planeta una forma más pura ni más contagiosa de felicidad. El Gringo se llama Pedro y es hijo de mi hermano, que se llama Juan. El y su mujer, Agustina, produjeron un niño rubio y blanco con unos ojos azules que no sabemos de quién heredó. En el interior de la provincia, de donde nosotros venimos, se le dice "gringo" al campesino inmigrante bien alimentado por la patria triguera y lechera (ahora también sojera). No sé si este apodo prenderá en los demás o sólo será el sobrenombre que le puse yo, que tengo la costumbre de bautizar a la gente. El Gringo nació en Once, un sábado de enero con la ciudad vacía. Cuando mi hermano llamó para decirme que acababa de nacer su hijo, yo estaba depilándome las cejas frente al espejo del baño. Mi primer impulso fue gritarle, retarlo, una ridiculez de hermana mayor, por no haberme avisado apenas salieron para la clínica. Así de enojada le ordené a mi novio que buscara la cámara de fotos y partimos. En la clínica estaba mi cuñada, agotada después de la cesárea, mi hermano, cansadísimo y exaltado, y el Gringo. Un persona mínima con cara de señor grande que afrontaba lo más tranquilo su primer día de existencia. Un sobrino es una cosa que una no ve venir. Es una alegría que das por sentado, la de saber que tus hermanos traen hijos al mundo, que tus padres tendrán nietos, tus abuelos bisnietos, pero encontrarse con el sobrino es otra cosa. Un momento en el que el mundo parece acomodarse y al mismo tiempo algo está fuera de lugar. Que ese niño que vos viste cómo crecía haya crecido lo suficiente como para ser el padre de otra persona, parece de pronto una anomalía. Y de repente hay alguien nuevo, al que se le eligió de la nada un nombre, al que se le buscan parecidos -las orejas, la forma de la cabeza, las manos- y que entra a formar parte de tu clan. Una anomalía un poco milagrosa.