Las ciruelas en mis manos
El ritual empezaba antes de diciembre, cuando la fruta todavía no estaba madura. Apenas se la intuía, como un gusanito pensativo que no levanta cabeza. Las flores del ciruelo soltaban sus pétalos ovalados, hilvanando una tropilla de nubes que se desvanecían sobre los malvones y las begonias de nuestro jardín. Nunca había visto un alquimista tan enamorado de sus trucos que consiguiera multiplicar mi asombro hasta el infinito. Ese árbol nevaba para mis ojos. Las baldosas del patio parecían el vestido de una novia pobre a punto de casarse. Los gorriones, torcazas y colibríes festejaban el embrujo de la primavera con sus improvisadas coreografías. Yo también bailaba mi danza milagrera; estirando los brazos, giraba mi cuerpo-calesita alucinada y embestía las tristezas del invierno.
Codo a codo, los colores se entreveraban en las agujas de los días. La tonalidad purpúrea nos anunciaba que había llegado la hora. Las ramas alejadas ostentaban las frutas más maduras y deliciosas. Papá acomodaba la escalera y yo me trepaba hasta el cielo del ciruelo. Mamá, con los brazos en jarra y los ojos balconeando una fatalidad, gritaba: “¡Se va a romper el alma!”. No sabía dónde estaba el alma. Ni me importaba. Sólo quería tener las ciruelas en mis manos. Y si tenía que romperme el alma, seguro que había un jarabe que sería el santo remedio de la enfermedad; para eso se inventaron, pensaba: para curar un resfrío, una angina y las roturas de los mil demonios.
La primera ciruela que arrancaba la limpiaba en mi remera; la frotaba y le quitaba esa capa de cera sucia que le anegaba el brillo. El ascenso me aguijoneaba el corazón cuando el último peldaño de la escalera se angostaba y me obligaba a tantear una rama robusta donde pudiera hacer pie. Qué placer hamacarme en el precipicio de ese ciruelo, con el crujido de las ramas componiendo la cadencia de mi precaria estabilidad. Aun me balanceo en mi recuerdo de trenzas despeinadas y sonrisas galopando por mis labios.
El palo de escoba era mi mejor aliado en la última etapa; con él asestaba golpes sobre las ramas más lejanas y las últimas ciruelas se desprendían del cordón umbilical. Mi mamá y mi hermana, siempre a destiempo, abrían las fauces de sus bolsas desde el planeta tierra. Yo, altiva y distante, una equilibrista coronada de hojas, asistía al derrame de la fruta morada.
La fiesta continuaba después. Aunque tuviera las rodillas raspadas y las piernas con moretones. Esas heridas eran mis trofeos. Mi orgullo de acróbata sin red. En procesión, caminábamos por el pasaje Juan del Castillo, en esa cuadra de Flores Sur que fue mi asteroide, con bolsas repletas de ofrendas para nuestros vecinos. Doña Paula se devoraba las ciruelas con la mirada. “Gracias, don Roberto; gracias, doña Irma”, decía. Pero más me gustaba escuchar el verso final de esa anciana polaca que no sabía leer ni escribir: “Padre fiero, madre pior… hijas tan lindas”. Mi hermana y yo sentíamos que éramos dos princesas escapadas de un cuento. Las heroínas de Flores Sur.
Ahora que mudé la piel y el barrio, cuando recorro las verdulerías de Palermo y añoro esas ciruelas que tuve en mis manos y jamás volveré a tener, creo que soy la encarnación imperfecta de ese poeta anónimo japonés que escribió por mí, hace tanto tiempo que ya ni me acuerdo:
Ciruelo de mi puerta,
si no volviese yo,
la primavera siempre
volverá.
Tú, florece.