Acababan de negarme la entrada a un país, estaba sin dinero en una ciudad extranjera, no entendía el idioma y me sentía completamente a la deriva. No sabía que era mi día feliz. Un día antes había salido de Barcelona rumbo a Budapest en bus. El viaje demoraría 30 horas y atravesaría 4 países. En Hungría me esperaba mi novia de entonces, éramos unos veinteañeros y habíamos ahorrado durante meses para el boleto más barato. Semanas atrás me habían robado el pasaporte, y en el Consulado de Argentina en Barcelona lo reemplazaron con uno temporario que me serviría hasta que recibiera el nuevo. Pero en la frontera de Austria con Hungría, un militar húngaro se subió al colectivo, miró la documentación de todos los pasajeros y a mí me pidió que bajara. Con un gesto me indicó que tomara mis cosas. Cuando me eché el bolso al hombro, el colectivo arrancó y a mí me dejó a pie, abajo, sin saber qué hacer. Con el poco húngaro (magyarul) que mi chica me había enseñado entendí que mi extraño pasaporte no conmovía a los guardias. Un tipo en un coche que pasaba de Hungría a Austria se ofreció a llevarme a Viena para que pudiera arreglar mis asuntos en el Consulado local. Me subí al auto mientras pensaba en Judit, mi novia. ¿Cómo se iba a sentir cuando, al pie del colectivo en el que yo había recorrido media Europa, esperaría en vano el descenso del último viajero con la ilusión de verme? Mientras yo me bajaba de un coche desconocido en algún lugar de Viena, en Budapest Judit le preguntaba al chofer del colectivo qué había sido de mí. Enterada de lo ocurrido, ni siquiera volvió a su casa antes de ir a buscarme al puesto de frontera. Allí le dijeron que un coche me había llevado a Viena. Y así como estaba se fue a Viena a buscarme. Era viernes y el Consulado ya estaba cerrado, yo no tenía dinero para dos días de comida y hoteles, durante un buen rato me limité a vagar por las plazas y a esperar hasta que se me ocurriera algo. En eso estaba cuando me senté, más triste que angustiado, en un parque con una estatua de Mozart, y desde atrás sentí un grito de alegría y el abrazo de Judit. Ella no tenía dinero y tampoco sabía para adónde agarrar. Pero estábamos juntos y nada podía hacernos más felices. A la vuelta de una calle antigüa yo vi cámaras y luces, me acerqué y descubrí algo que me pareció una recepción o un cocktail. Le dije a Judit que nos metiéramos para comer y beber algo, dos minutos después brindábamos con el champagne que nos arrimaba un camarero. La comida era deliciosa y nadie se reía tanto como nosotros. Así estaban las cosas hasta que se nos acercó un cura. Nos habló en español y le contamos que, a pesar de las risas y de nuestra alegría de vivir, estábamos en una situación desesperada. El cura nos pidió que lo esperáramos hasta que terminara el cocktail. Al final de la recepción, el buen hombre nos subió a un coche y nos llevó a un monasterio antiquísimo para que al menos descansáramos dos días con sus noches. El cuarto de Judit estaba al lado del mío. La primera noche, la que se escapó fue ella. A la mañana siguiente, algo me dijo que había vivido mi día feliz.