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Liliana Herrero

Me había levantado temprano para ir a la Escuela. Estaba en la primaria pero no recuerdo qué edad tendría cuanto esto sucedió. Iba siempre en bicicleta y ese día no fue diferente. La jornada escolar culminó finalmente bien. Aprendí algo, imagino. Había hecho los deberes, en fin…había cumplido con todos los requisitos pedagógicos.
Mi escuela primaria se llamaba Domingo Faustino Sarmiento. Tenía un gran patio de tierra. Precioso, con árboles de frutos extraños que ahora son difíciles de encontrar: nísperos, moras y granadas. ¡Qué panzada en los recreos! Comíamos casi clandestinamente porque la mirada severa de la directora nos lo impedía siempre. Se llamaba Zoraida.
Regresaba a casa. Hacía más o menos siempre el mismo camino. Iba pasando por la iglesia y me alerta un ruido extraño, muy extraño para una pequeña ciudad como Villaguay. ¡Una manifestación! Gente pobre, desarrapada, descamisados, diríamos muchos años después. Gritaban algo que no alcancé a oír. Tal vez ¡Viva Perón!...tal vez, no lo sé. Tuve el gesto de darme vuelta para ver ese acontecimiento, mi bicicleta trastabilló. Yo caí y me golpeé la cabeza con la pared. Me desmayé. Cuando desperté tenía ante mis ojos al cura párroco, don Lavini. Pensé que me había muerto y ya estaba en el cielo. Me llevaron al Sanatorio Americano que era, entre otros, de mi padre, y quedaba exactamente a la vuelta. Me revisaron,  auscultaron y qué sé yo cuántas cosas más. Mi estado era un poco calamitoso puesto que no lograba volver, como se dice, en sí. Pero como el diagnóstico fue que  estaba en perfecto estado pese a cierta confusión en el que me encontraba, alzaron mi bicicleta en el auto de mi viejo y me llevaron a casa.
Pero ese no era un día más, no era cualquier día. ¡Era mi cumpleaños! Cuando entré a casa mi padre me dice: ¡He aquí el regalo por tu día!.Y allí estaba, lustroso, marrón claro, imponente ¡el piano!, ¡mi primer piano, un piano vertical de verdad!. Decía Wetmüller con letras doradas… ¡Qué bello era!
Como mi confusión continuaba, durante muchos años pensé que efectivamente me había muerto y que el cielo era un mueble bello con un conjunto precioso de teclas negras y blancas. El cielo era un piano. Sin Dios, ni ángeles, ni santos. El cielo era un señor llamado Wetmüller.
A veces, aún hoy creo que efectivamente es así.
No sabría decir si mi día feliz fue poseer finalmente un piano o pensar que el cielo era un conjunto infinito de notas.