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Selva Almada

Cuando mi madre estaba embarazada de mi hermana, tejía a máquina para afuera. A la tarde siempre estábamos solas. Ella y yo y el ruido incesante de la knitax. Por alguna razón se me había puesto en la cabeza que cuando naciera el bebé (entonces había que esperar al nacimiento para saber si era varón o mujer) yo me iba a morir. Como si no hubiese espacio para otro chico en la casa o en el corazón de mis padres, yo debía dejarle mi lugar al recién nacido. Aunque era un pensamiento bastante oscuro, no lo recuerdo como doloroso: era algo que debía suceder y que, a lo sumo, me provocaba un poco de nostalgia. Jugaba a los soldaditos debajo de la mesa y me repetía: cuando nazca mi hermanito, me voy a morir. Quizá hasta lo decía en voz alta, pero el ruido furioso de los dientes de la knitax mordiendo lana y escupiendo pulóveres, ahogaba mi letanía.
Finalmente el bebé nació y fue mi hermana y yo no me morí.
Un par de meses después mi mamá salió un ratito y nosotras nos quedamos solas por primera vez. Así que la saqué de la cuna y me senté con ella en la sillita verde que José Bertoni había hecho a mi medida. No sé cuánto tiempo estuvimos así, ella ocupando casi todos mis brazos y mi falda, yo meciéndome, meciéndonos suavemente.
Cuando mi madre abrió la puerta, casi se muere del susto. Empezó a hablarme desde lejos, despacito, acercándose lentamente, con el torso doblado y las manos extendidas hacia adelante, como si estuviésemos en una toma de rehenes y yo tuviese una pistola apoyada en la sien del bebé.
Seguramente después me habrá retado y hasta puesto en penitencia, pero yo había tenido a upa a mi hermana, tenía la ropa y la cara y las manos llenas de su olor a leche y perfume. Y algo que ya no cambiaría nunca había pasado entre las dos.