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día feliz

Tamara Stuby

Desconfío de mi memoria, pero eso no perjudica mi relación con ella. No sólo de la verdad vive el hombre. Como día feliz me viene a la mente un instante breve, menos de un segundo. No es que no hubo otros ratos y hasta días enteros de mucha felicidad, es que la gran mayoría de ellos se sientan juntos como granos de arena en el fondo de mi mente, mientras ése brilla en forma distinta. Que sea tan breve tampoco le quita valor. La felicidad no tiende a la larga duración por su naturaleza (o la nuestra: esa terrible capacidad de siempre querer más, codicia innata capaz de convertir cualquier elixir en veneno, el lado oscuro de la misma insaciabilidad que nos empuja a tantear lo desconocido y a arriesgarnos más allá de lo aconsejable). No se deja atrapar; agarrala y se cristaliza como la miel. Tal vez lo que gozamos es eso, el peligro de que se desvanece, o la satisfacción de sentir que le podemos ganar a su propio juego, haciéndonos los distraídos, robando momentos de contacto con ella, como cuando en una conversación la mano sale a tocar el brazo del otro y en vez de salir limpito, dos o tres dedos resisten apartarse, desoyendo la orden del amo para obedecer el peso mismo de la mano relajada, rozando la piel ajena por unos milisegundos más de lo debido. La felicidad no soporta que uno la mire de frente; prefiere que sea de costado, o mejor aún, por el retrovisor. Hay que ignorarla muy atentamente.
El día fue una noche, y yo llegaba al instante en cuestión algo nerviosa y dispersa. Entre la gente, un hombre levantó la vista hacia mí justo mientras yo lo estaba mirando. Nada. O todo. ¿Qué puede haber, en fin, en una mirada entre dos personas que no se conocen? ¿Curiosidad, especulación, fantasía, esperanza? Muy poco, de hecho, al lado de lo que pasara después, pero la intrincada selección natural de la memoria apartó ése instante, sin mayor lujo de detalle (ni ahora, ya conociendo su vestuario, puedo acordarme qué llevaba puesto) pero sí, enriquecido con luz propia, con toda la fuerza del presente, en vivo y en directo. ¿Será que lo que otorga semejante dimensión a la imagen es un truco hábil de la memoria, que va apilando matiz tras matiz en ese mismo punto? ¿O es que ése fue el instante en que un instinto certero me susurraba, insinuando la inmensidad que yacía tras esos ojos, esa forma de pararse? Aunque lo puedo convocar como otros recuerdos, no es lo mismo. Tiende a aparecer solo, una ola de dicha penetrante, envolvente, y no queda otra que disimular la cara y esconder la sonrisa que no tendría forma de explicar. Como viene se va, pero se queda la sensación de que la escurridiza felicidad, con fecha de vencimiento bajo la manga, nunca está tan lejos.