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Isol Misenta

Hace un año exacto, en enero, estaba en la ciudad de Karlsruhe, Alemania, donde mi pareja tenía que trabajar unos meses. Teníamos un departamento alquilado con muebles extraños, y era pleno invierno, uno con mucha nieve.  Yo estaba de vacaciones, el ritmo de la ciudad era muy tranquilo, y el día no duraba mucho, así que cuando había luz intentaba aprovecharlo y dar una vueltita, abrigada hasta los dientes. El premio a ganar por meterse en ese embalaje térmico y afrontar los 18 grados bajo cero valía la pena: a diez cuadras de la casa estaba el castillo de Karlsruhe, y su bosque.  En mi infancia había una reproducción de un cuadro del pintor alemán Caspar David Friedrich (unos árboles y una piedra cubiertos de nieve) colgando en la pared de una casita del Tigre a la que íbamos en verano; una ventana al más crudo y desconocido invierno europeo, con un aura misteriosa y fantástica para mí, que estaba viviendo en medio del paisaje ribereño, con el calor y los mosquitos tenaces del Delta. Debo aclarar que el calor no me gusta mucho.  De pronto, tener este paisaje (que tampoco ha cambiado demasiado desde los tiempos de Friedrich) cerca de mi casa, fue algo inesperado y feliz, como un portal a otro mundo. Me parecía estar caminando dentro de un cuadro, o en un grabado de un libro de cuentos antiguo. Los tonos de los árboles, el silencio.  El color del cielo casi tan blanco como el piso, que hace que las cosas parezcan dibujadas en negro sobre un papel, contrastadas. Los cuervos como manchas de tinta entre las líneas finas que se entrelazan en las copas de los árboles desnudos. Caminar despacio escuchando como crujen las ramitas en el piso, como pasa el viento, y estar abrigada como un astronauta. El ruido sordo de mis pasos en la nieve, el encuentro de un claro con un banco para sentarse, viendo el lago congelado y los patos parados en el hielo. Ir encontrando lugares encantados, dibujos en el paisaje. Ver el castillo a lo lejos. Calma, aire limpio y frío, neblina, y una sensación de aventura, de misterio inspirador. No podía parar de sonreír debajo de mi bufanda.