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Mariana González

“Operativo” decía el mensaje. Estaba junto a los locales de Av. Santa Fe y frené. No pude hacer otra cosa que estorbar el paso de todo mi alrededor apurado. Fue un viento de emociones y contradicciones golpeándome en la cara.
Empecé a caminar despacio, observando cada detalle, atenta y asustada, como si mi tiempo y mi ritmo fueran distintos al del mundo real, ni siquiera podía escuchar el ruido de los autos, ni de la gente hablando, sólo los fuertes estruendos de las construcciones retumbaban a lo lejos. Me sentía perdida en esas cuadras que me sabía de memoria desde hacía años.
No puedo recordar el clima de aquella tarde sino gris, pero no con el alivio de descarga que trae la lluvia al golpear fuerte contra los edificios, el asfalto y hasta el propio rostro. Un gris tenue, estático.
Fui la primera en llegar. Me senté en una silla incómoda y me encargué de mirar a todo aquel que entrara y saliera. Una multitud pasó a mi lado, incluso cuando llegó el resto, ese resto a quién yo esperaba, seguí sintiéndome sola.
Tantas tardes había pasado junto a esas paredes blancas, al olor del alcohol etílico, que parecía absurdo sentirme ajena en ese momento. Desconfiaba.
Fueron muchas horas, muy largas, las que estuve allí, sin tener ninguna novedad. Pero no recuerdo más que eso, es como un vacío, una fuga. Tal vez todo fue tan intenso que alguna parte de mí no pudo hacer otra cosa que olvidarlo.
Pero entonces ya se había hecho de noche y decidí volver a mi casa.
Me fui a dar un baño de inmersión en el que jugué a sumergir mi cabeza debajo del agua conteniendo la respiración todo lo que pudiera hasta necesitar, agitada, volver a respirar. Ahí llegó la segunda noticia. Él me pidió permiso para entrar, para sentarse al lado mío y contarme que Manuel había sido llevado al quirófano. Le pedí que no se fuera, que quería estar en silencio, mientras que lo más parecido a llorar eran las gotas de vapor que me caían por la frente, hasta tocarme los labios y perderse.
Después no quedó más que irse a dormir. Esa noche no tuve ningún sueño, sólo esperé. Y cuando la luz comenzó a asomarse por la ventana, recibí el último de los mensajes: Manuel ya había sido trasplantado.